"PILI"
Hace más de un año, febrero de 2014, falleció en Buenos Aires Juan Manuel Alegre Moyano, "Pili", oriundo de este norte santafesino (Villa Ocampo). Lo conocimos en la escuela Normal N° 3 "Juan B. Alberdi", a fines de los años 60 cuando vino a Reconquista a cursar el secundario, alojándose con otros jóvenes, en la Fraternidad de calles Colon y Olessio, que conducían el Padre Arturo Paoli y el Padre Armando Yacuzzi. Era de la camada de Carlos Echegoy, Carlitos Manzano, etc.
Integrante de grupos juveniles, participante-activista de la Marcha del Hambre (abril de 1969), talentoso, poeta, se marchó a Buenos Aires para cursar estudios superiores. Con la dictadura del 76 le perdimos el rastro y después supimos que se fue a Colombia por muchos años, a la selva, al mundo indígena.
Lo volvimos a ver hace pocos años cuando volvió de paso por Reconquista, para compartir un vino, ya que era docente en la Universidad de Palermo en la Capital Federal. A los pocos días lo pusimos al aire en nuestro programa radial La Mirada, él desde BsAs contando experiencias y miradas. Un día apareció en la TV Pública hablando del Gauchito Gil. En fin...
Recorriendo la redes electrónicas encontramos este texto-homenaje que queremos compartir.
Adiós al etnógrafo (A
Juan Manuel Alegre)
La
muerte tiene ese efecto retardado, esa certeza que decanta. La recurrencia
hiriente de lo irreversible. Suavemente se desliza con un filo desgarrador.
Falleció el etnógrafo y con él se fueron algunos secretos de diferentes
culturas. Lo llora la antropología, probablemente no la de la academia y la
pompa, sino la verdadera, la que nace de la pasión y de la extrema curiosidad.
La que admite el desafío de la participación consciente (como quería
Malinowski) y desdeña, si ello es un obstáculo, la superflua vanidad
institucional. Siempre estuvo del lado de los otros, alejado de las entrañas
del poder de la UBA, que como toda entraña revuelve egoísmos y genera
conflictos.
La
institución era, entonces, para Juan una herramienta. Una herramienta para
poder hacer llegar a un público mayor, las maravillas de las culturas. Las
delicias de la inventiva humana, en contextos alejados del mero capitalismo
asfixiante. Donde hay algo más que hacer que únicamente acumular riquezas
materiales. El quería mostrar la ridiculez de nuestros prejuicios, sembrando la
duda, poniendo la lupa para hacernos ver la viga en nuestro propio ojo. Ponía
en tela de juicio las verdades occidentales, con ejemplos etnográficos, que en
una clara alusión a la reducción al absurdo, negaban y llegaban a una
contradicción que mostraba la estrechez de nuestros prejuicios. Generalmente
provocando una sonrisa.
Amaba
la selva y siempre la traía en sus evocaciones. Evocaciones propias o ajenas;
la magnífica complejidad humana que emergía de los habitantes de la fronda era
un tópico recurrente. Y Colombia, la bendita Colombia, que tanto añoraba, tan
verde, tan voluptuosa. Recuerdo que contaba de un “paisa”, que entre copas y
nostalgias, decía que Gardel era colombiano, ya que la nacionalidad estaba
determinada por la muerte. Y así también Juan era porteño, a pesar de haber
nacido en Santa Fe y decirlo con orgullo, había mucho también de la calle
Corrientes y de esa mirada siempre proyectada desde una izquierda anclada en la
tierra, donde la acción era más importante que el purismo teórico.
El
amazonas, tan levistraussiano, tan plagado de oposiciones binarias, era el
mundo cultural que más disfrutaba. La creatividad en un entorno hostil; la
mejor expresión de la humanidad transformando el paisaje, logrando convertir en
un vergel constante, la voluptuosa fragilidad del bosque. Arcos y cestos, terra
firme y varzea, ríos blancos y ríos negros. (Parece un ecosistema hecho a la
medida del estructuralista). Y las experiencias y las vivencias viajeras del
propio etnógrafo que él mismo era o del ajeno que siempre citaba. (Los
antropólogos también viajamos imaginariamente con nuestros colegas). Un espacio
donde la cultura desarrolló una de las máximas capacidades del ser humano, es
decir el sistema simbólico, creando mitos alucinantes con claras implicaciones
prácticas. La tierra sin mal como el paradigma de la esperanza.
En
la bibliografía que incorporaba a su enseñanza, figuraba Archetti y su clásico
“Masculinidades: fútbol, tango y polo en la Argentina”. El deporte era para
Juan un fenómeno social en el que la antropología tenía cosas interesantes para
decir. Pero fundamentalmente era, para él, una pasión. Su alma tenía atravesada
una banda roja. Su mirada del fútbol saboreaba el paladar riverplatense.
Siempre presente en las conversaciones o en las clásicas cargadas, que usaba
como ariete para acceder al mundo cotidiano. El sesgo antropológico de observar
la intimidad y correlacionarla con el medio cultural, midiendo los desajustes y
sopesando las adaptaciones, era también una sana costumbre. La empatía por lo
popular era un genuino sentimiento, alejado de los manierismos académicos.
La
literatura, en su sentido más amplio, era otro de los tópicos recurrentes. Un
rosario de escritores animaban nuestras charlas. Borges o Marechal, Gelman o
González Tuñón. Poe o Whitman. Poetas de aquí o de allá. Del norte o del sur,
de las ciudades que sangran tango o de las selvas donde los profetas también
llevan el poder en la palabra. Por allí los buscaba, escarbaba en su memoria, en
mi memoria, en tu memoria y de allí extraía las gemas del concepto, sucias aún
por los restos de tu recuerdo, de mi recuerdo, de su recuerdo.
Homero
Manzi y todo el cielo. Pink Floyd y todos los desayunos psicodélicos. Chamamé y
rock’n’roll. Llevaba tatuadas en el alma, las marcas culturales de la nación y
de su propia generación. Transitaba, con curiosidad antropológica, el tiempo y
el espacio. Aquí y acullá, lo saludaba el pavimento o la foresta. Hoy todos
decimos, adios al etnógrafo.
Diego
Díaz Córdova -11 marzo, 2014