Carlos Echegoy: pirotecnias
Voy
a concluir de mi parte esta suerte de discusión abierta. Cuando pibes
sí, nos gustaba la pirotecnia: cañitas voladoras, cohetes labrados en
papel de diarió, que a veces funcionaban y otras no. Ya adolescentes la
pirotecnia se hizo ruda: triángulos,
rompeportones, tuercas enroscadas con proporción diversa de azufre y
pólvora. Hacíamos estallar el compuesto contra las paredes y las
veredas, porque era escaso entonces el pavimento. Siempre tuvimos
perros, de razas callejeras, buenos perros, duros, enteros: no recuerdo
los lleváramos al veterinario más de un par de veces en su vida. Quiero
reconocer que debo a otros una conciencia madura respecto de su efecto
sobre los animales, perros y también hombres - niños, ancianos. No
quiero hacerme el tonto, no soy ingenuo ni santo. Pero aprendo de todos.
Y creo que los que pugnan por la prohibición años antes que yo, tienen
razón. No una razón cualquiera, razón plena, razón humanitaria, y
también científica. No se trata de lo que me parece, de lo que me gusta,
de lo que prefiero: se trata de crecer, de madurar, se trata de una
razón social que trasciende el individuo. Es cierto que por un tiempo
seguirá, por inercia, la estridencia. También que sus días están
contados. Porque así como en mi primaria las cuestiones ambientales eran
asignatura pendiente, hoy figuran en primer lugar en cualquier agenda
comunitaria. Un poco tarde, es cierto. Pero eso no es lo que estamos
discutiendo. Lenta, inexorablemente, la estridencia pierde terreno. Un
día llegará que volveremos a recuperar el sentido del oído, a disfrutar
los sonidos del silencio, como nuestros paisanos, los indios. Y será
bueno no solo para los perros, también para nosotros, los turbulentos
homínidos del XXI.
Carlos Echegoy Zamar